Sunday, January 23, 2011

El hoyo en el árbol (La historia de un gnomo enamorado)


Cuentan las leyendas que hace muchos años, tantos que ya no se recuerdan, un caminante se perdió en el Bosque Negro, le habían advertido no internarse en la espesura de esa foresta en la que no había senderos y se decía habitaban monstruos prehistóricos, pero este personaje no escuchaba a nadie o no le importaba su vida, tal vez ambas o quizá sus razones eran valederas, ustedes sacarán sus propias conclusiones. Los que lo conocían y los que lo vieron después supieron de esta singular historia, no verificada, no escrita, perdida en los rumores de las gentes de los pueblos de esas recónditas comarcas.
Este señor siempre andaba sin rumbo, sin preocupaciones ni quejas, con una permanente sonrisa en los labios y un silbido entre los dientes. No diferenciaba el norte del sur, ni tenía idea por donde salía o se ocultaba el sol. Pero eso no era nada nuevo, cuando salía de viaje, frecuentemente él juraba que habían pasado dos días de marcha cuando en efecto habían pasado cuatro. Leía las direcciones de los senderos al revés, las que decían “este” él las entendía como ”oeste”, cuando indicaban cincuenta millas él las leía como cinco. No reconocía las distancias, los tiempos, ni la dirección de su viajar.
Este extraño personaje tenia un objetivo, y éste era tan ciego como su manera de ser, iba rumbo a su matrimonio en un lejano pueblito donde su adorada novia vivía pero no recordaba el camino, y había un problema, que si llegaba tarde ella iba ha ser entregada por esposa a otro hombre.
La había conocido como dos años atrás y se habían amado de inmediato, había sido un amor a primera vista, mejor dicho a primera caída. Él había tropezado con ella durante dichos festejos y convertido sus fastuosos vestidos en depósito de salsas para carnes. Pero las distancias habían sido cubiertas por mensajes esporádicos que se hicieron llegar llenos de dulzura y pasión. Ella era lo más cierto en la vida de este extraño ser. Durante su intercambio epistolar se habían declarado su amor eterno, se decían almas gemelas y no había día en que ella no le enviara una misiva o él una flor.
Llevaba consigo un saco lleno de regalos, entre ellos un maravilloso rubí que su abuela le habla obsequiado para ponérselo a su novia el día esperado y, atado al cinto, una pequeña bolsa con cincuenta monedas de oro que había ahorrado durante toda su vida… era su dote.
La magia se dibujaba en cada gesto de este caminante, pasaba los días mirando el infinito, en verdad él no vivía en el presente sino en un tiempo pasado o quizá uno futuro. Lo cierto es que el maravilloso mundo de su imaginación debía de mantenerlo en un ensueño perenne, y muchas veces cuando se quedaba observando el cielo sin moverse su cara cambiaba de expresión como si estuviera presenciando algún espectáculo sideral, se ponía serio, sonreía, lloraba y a veces hasta daba saltos gritando cosas ininteligibles, no se sabía si eran de alegría o de locura. Y esa magia se repetía en cada curva del camino, con cada sonido de la foresta, con cada árbol caído que el caminante cruzaba en su errar.
Las emanaciones de ese bosque se sentían más pronunciados que de costumbre, parecía que este personaje impregnaba las cosas a su alrededor con un olor a misterio. Cualquiera hubiera jurado que este hombre era un gnomo sonámbulo… y lo era a su manera.
Aquel primer día de viaje, y al rayar la noche, el caminante sintió que sus parpados estaban cansados y que sus ojos debían cerrarse. Para ello se sentó apoyando su espalda en un enorme árbol e inmediatamente se quedó dormido, parado. Durmió toda la noche de un solo tirón y al amanecer despertó pensando que había perdido conciencia de las cosas sólo por un par de minutos.
Mientras tanto, la novia lo esperaba con una enorme ansiedad, ya que él le había prometido pedir su mano la víspera de su cumpleaños, y ello era al día siguiente. Su preocupación estribaba en que nadie lo había divisado desde las altas colinas en los linderos del pueblito que yacía al lado de su fastuoso castillo.
En ese lugar se conocía la cercanía de los forasteros un día antes de su llegada, ello era debido a que la foresta del valle circundante finalizaba abruptamente a las orillas de los escarpados murallones de piedra que servían de base a esa enorme montaña, en cuyas altas laderas ese pequeño poblado pernoctaba.
Era allá arriba, cerca de las cumbres, prendida de las rocas como por arte de equilibrio natural, husmeando el horizonte, donde se cobijaba Trancastrén, villorrio inexpugnable donde rara vez llegaban los bandoleros del sur, y que cuando lo hacían siempre escapaban espantados por los feroces lugareños o por los famosos duendes que allí creían ver. En ese lugar se mezclaba el miedo con el arrojo, la superstición con la incredulidad, los sueños con la realidad.
Era de madrugada, y el señor Pizcopaz, que así se llamaba el caminante, trastabillaba amodorrado como cada mañana, entre su sombra y su claridad, entre su sueño y su despertar.
De pronto e inexplicablemente su adormilado cuerpo desapareció como tragado por la tierra, apenas un ligero suspiro salió de sus labios. Había caído en un hoyo oculto por la fronda de un gran árbol, cayó tan rápido como si una fuerza sobrenatural lo hubiera jalado de los pies hacia el fondo de los abismos. Descendió vertiginosamente por tortuosos desfiladeros, verticales a ratos, zigzagueantes a veces, húmedos y mullidos por un suave musgo verdoso, y allá, al final del abismo casi detenido por millones de pequeñas raíces fue a acabar estrellándose contra la mesa de la cocina del señor Maczinof. El estruendo fue formidable y el señor Maczinóf casi muere del susto al ver caer a ese mortal por la chimenea que calentaba su hogar, felizmente apagada.
El señor Maczinof era un personaje muy pequeño, regordete, calvo, con una cara tan roja como una manzana, vestido totalmente de color verde, con un altísimo sombrero de copa que finalizaba en una torreta angosta; aquello iba adornado con una cinta roja que se ceñía en la base del mismo y que él ajustaba en los días ventosos.
- Su olla lo esperaba señor Pizcopaz, rómpala sin problemas- dijo malhumorado el señor Maczinof, frunciendo el ceño y con los ojos brillando de ira al ver su hermosa y añeja mesa hecha pedazos ante el peso de semejante grandulón.
- Tratos son tratos señor Maczinof. Y a propósito... ¿dónde esta?- Dijo el señor Pizcopaz con una sonrisa sarcástica asomando por la comisura de sus labios, al tiempo que se levantaba del suelo dando manotazos y emitiendo quejidos de dolor mientras trataba de poner sus articulaciones en orden. El señor Mazzinof era alto para el promedio de estatura de esa raza de seres del bosque, pero vestía de rojo… imposible de perder.
- Allí, detrás de ese mueble- dijo señalando con su pequeño dedo el hombrecito de verde.
- Gracias- dijo el señor Pizcopaz empujando el sillón señalado mientras se agachaba para levantar una pequeña olla llena de monedas de oro.
- Pareciera que necesita ayuda...-
- Por supuesto que no...- Se apresuró a contestar el señor Pizcopaz, para luego poner la olla en sus hombros, siempre mirando de reojo al pequeño hombrecillo como temiendo alguna treta. Su cabeza chocó con el techo y a duras penas se mantuvo en equilibrio. -Tratos son tratos- repitió, y avanzando hacia una pequeña puerta roja la empujó con el pie.

La foresta se abrió de par en par ante sus ojos. El árbol quedo atrás. El camino totalmente rodeado de follaje continuaba hacia esa base de la colina. Había descendido esa colina de un aventón y había salido indemne. Todo había ocurrido tan de repente, que pareciera que este hombre nunca se alejó ni un milímetro de su destino y que desde su caída hasta su casi huida no habían transcurrido mas de un par de minutos.
- ¡Nos veremos señor Pizcopaz... nos veremos!- gritó a lo lejos, amenazante el señor Maczinof.
El señor Pizcopaz lo ignoró o quizá él ya no estaba allí, o nunca ese momento ocurrió para él. Prosiguió su camino, siempre atrasado, siempre perdido, aunque él siempre dijera que tenía bajo control... eso creía... eso parecía... eso sentía él.
Muy pronto llegó a los limites de la foresta, había llegado muy rápido según el, pero no era así, ya solo faltaban unas horas para el cumpleaños de su amada y pocos días para su boda. Ahora debía de emprender la lenta subida por esos rastros empinados, rocosos y resbalosos. A lo lejos, allá arriba se veían sombreros amarillos balanceándose sobre las cabezas de los vigías del pueblo, reconociéndolo y recibiendo con alegría al visitante. Cómo no reconocerlo, si éste poseía un brillante y ensortijado pelo color zanahoria, y se lo hicieron saber disparando varias bombardas al aire. Y, aunque faltaban muchas horas más de camino el señor Pizcopaz estaba feliz. Además, nunca nadie había hecho esa subida en menos tiempo. Llevaba unas cuantas horas trepando con su peso a cuestas cuando de pronto el señor Pizcopaz se detuvo como paralizado. Un ronco murmullo escapó de su garganta, su cara se crispó con angustia y se puso de un color amarillo ceroso... ¡Había dejado caer su saco con la sortija de compromiso en el árbol del maldito gnomo!
Mientras tanto el señor Maczinof bailaba de contento, había logrado compensarse de la perdida de su olla de oro que tanto trabajo y tiempo le tomo juntar con ese maravilloso y enorme rubí. Estaba extasiado, las monedas de oro perdidas en la apuesta con el señor Pizcopaz no poseían el valor de esa piedra. Y no pensaba devolverla, aquello era parte de la apuesta de la vida, a veces se ganaba, a veces se perdía, y ahora estaban a mano.
Las cosas habían sucedido de la siguiente manera. Hace mucho tiempo atrás el buen señor Pizcopaz buscando hongos para sus infusiones maravillosas, llevaba varios días perdido en la foresta, como el acostumbraba, sin darse cuenta. Una noche ensimismado en su estado ausente de ubicuidad, se encontró cara a cara con el gnomo Maczinof. Le pidió por favor que le dijera donde se encontraban los más grandes y hermosos agáricos de la región, y el gnomo tan ambicioso como siempre le pidió que a cambio le entregara las monedas de oro, que sabía, el señor Pizcopaz atesoraba en su cabaña preparándose para un futuro matrimonio.
El gran error del pequeño elemental fue menospreciar la inteligencia del señor Pizcopaz. Después de un corto intercambio de proposiciones, donde cada uno parecía brillar en el tema de las negociaciones y de la filosofía, el señor Maczinof en la cúspide de su avaricia propuso lo siguiente, si el señor Pizcopaz lograba encontrar el árbol donde se encontraba su casa el le indicaría la zona de los mas maravillosos bongos y además por perder la apuesta le daría a su vez su olla llena de oro. Pero, si no encontraba su casa no solo le cobraría diez monedas de oro sino toda otra dote que el señor Pizcopaz hubiera atesorado.
El señor Pizcopaz había aprendido a oler los caminos de los humanos y aunque despistado tenía un sexto sentido que siempre lo hacía corregir sus increíbles errores de ubicuidad, otra ventaja era que podía hacerse visible a los humanos y aparentar, por su tamaño ser un enano extravagante más que vivía en la foresta. Además, jamás había interferido en los negocios y quehaceres de esos seres gigantescos y extraños.
Mientras explicaba su oferta, el señor Maczinof se reía en silencio, ya que era imposible que un hombre que no podía encontrar su propio camino fuera a adivinar ni lejanamente la ubicación de su guarida, nadie lo hubiera hecho jamás, y este hombre no lo haría ni en cuatro vidas... Al darse la mano y aceptar la apuesta Maczinof dibujo un ambicioso rictus en sus labios.
En ese momento el señor Pizcopaz hizo algo extraño, tanto como su persona, se tiro al suelo y empezó a dar golpecitos en la tierra con un pequeño martillito de marfil que saco del bolsillo. Ponía toda su atención en escuchar los diferentes sonidos y ecos que retornaban de las profundidades de ese musgoso lugar. Luego comenzó a andar de rodillas con rumbo seguro, se ayudaba de su herramienta y de su enorme y colorada nariz, parecía un perro olfateando el horizonte. Al cabo de un rato y para desesperación del señor Maczinof, se fue acercando al árbol correcto, hasta que con un grito de alegría apunto con su largo y huesudo dedo el hoyo al lado de la raíz. Se notaba que cuando se trataba de dineros esos gnomos eran impredecibles. Así fue como empezó ese odio del señor Maczinof por el señor Pizcopaz, pero también la deuda que un día sería saldada... trágicamente en víspera del matrimonio de ese somnoliento personaje.
El día estaba llegando a su fin, pero ante el tremendo olvido de su bolsa de regalos, el señor Pizcopaz se sentía muy molesto, convencido de que todo había sido una argucia del señor Maczinof. Sí, todo había sido una trama para que dejara su precioso rubí. Debía regresar, pero si lo hacia corría el peligro de que la pequeña y hermosa señorita Marnamur fuera casada con el anciano Turnamoi y ello no podía ser. El amaba a esa hermosa y blanca criatura de los linderos del cielo.
Él la había conquistado muchos años atrás, pero el padre de Marnamur, el mas rico comerciante de la comarca, exigió que Pizcopaz tuviera una dote, y le puso como objetivo de la preciosa entrega el día que Marnamur cumpliera dieciocho años, y el día estaba cercano, sólo que él no recordaba que tanto. Si llegaba tarde entonces ese viejo ambicioso casaría a esa bella criatura con ese otro más rico y decrépito personaje de la comarca vecina, un encorvad roedor, un ser doblado en dos por su avaricia, ya que se la pasaba contando sus monedas por días enteros.
Como lograría volver, recuperar su anillo y lograr regresar a tiempo para casarse con su adorada Marnamur? El señor Pizcopaz se sentó al borde de una ladera y se quedo pensativo, su mente salió volando a los confines más remotos del pensamiento humano, su faz adquirió la dureza del marfil, y la falta de expresión se hizo patente en su cara, como una máscara. En ese estado paso un tiempo indefinido. De pronto dio un salto, se quitó los zapatos y escondiéndolos junto con su olla debajo de unos matorrales se echó a correr de vuelta a la foresta.
Había recordado a Urán, un mago que visitaba el estanque del bosque cada solsticio para sus maléficas ceremonias y en donde arrojaba los cuernos de los unicornios que mataba para mantener el agua lista para sus tenidas mágicas. Ese era el trabajo que por centurias la tribu de Urán realizaba, y ya nadie podía saber quién se los había encomendado. Los Uransuanque era una secta de magos que eran originarios de la isla de Grombocanora, lugar milenario y desconocido del cual habían emigrado siglos atrás, y que tenían la reputación malévolos, de hacerse invisibles cuando les acomodaba y de transportarse adonde querían con tan solo desearlo. Él había conocido en su juventud a ese terrible mago y con argucias había aprendido a hacer varios pases mágicos. Las gente de los pueblos vecinos a esa gran foresta evitaban acercarse al pozo mágico cada solsticio ya que si eran vistos cerca de allí, los magos los convertían en reptiles sin compasión alguna.

Esa era la solución, después de recuperar su bolsa y su anillo el señor Pizcopaz solo debía de acercarse, evitar que lo mataran y convencer al hechicero mayor de Urán, de que lo llevara a Trancastren... en esa misma y última noche, vísperas de su boda… todo tenía un precio, y él estaba dispuesto a pagarlo. Mientras tanto usaba su mente como nunca antes lo había hecho, tratando de encontrar la fórmula para lograr su objetivo, y emprendió el retorno. La gente del pueblo de Transcastren no entendía que pasaba, sólo veían a ese hombrecillo de rojo regresar sobre sus pasos apresuradamente.
Cerca de la media noche tropezó con la misma raíz y cayó en el mismo hoyo y se estrelló con la misma mesa recién reconstruida por Maczinof, sólo que esta vez se llevó de encuentro a este pequeño señor que estaba sentado comiendo unas verduras crudas. Esta vez el golpe dejó a ambos atontados, y antes de que el señor Maczinof se repusiera del golpe, el señor Pizcopaz ya había asido con una mano la bolsa de regalos, investigado que el anillo estuviera dentro y con la otra el cuello del gnomo verde mientras le decía:
-¡Oh, pequeño ser de las profundidades de la tierra, que con tu aparente amistad te ganas la confianza de los inocentes, no intentes sacar ventaja ni obtener beneficios de mí, recuerda donde perteneces y lo que te puede pasar si haces que me enfurezca, aléjate de mi presencia y huye lejos a las entrañas de la tierra o mi mano vengadora te seguirá y te destruirá! - Estas palabras fueron pronunciadas con tal pasión y con sus ojos tan desmesuradamente abiertos que cualquiera hubiera huido espantado de este gnomo alto y de faz desencajada.
El señor Maczinof estaba totalmente aterrado y miraba con ojos desorbitados los labios del señor Pizcopaz como esperando algún conjuro definitivo que lo hundiera a las entrañas de la tierra. Finalmente Pizcopaz lo dejó caer en tierra y le dio la espalda no sin antes lanzarle una mirada amenazante que lo dejó petrificado. Si, con ese ser no se podía jugar. Ese día, el señor Maczinof decidió cambiarse a un árbol más cerca de su grupo de iguales.
Pizcopaz corría foresta adentro con su bolsa en la mano, esta vez si sabía como llegar a ese ojo de agua en la espesura del bosque. En muchas oportunidades había permanecido días enteros sin moverse espiando la llegada de los unicornios que iban a ese lugar sagrado a beber sus aguas milagrosas. Esta vez no tenia ese tiempo, esa noche era el solsticio de verano y tenía que encontrar al mago de Urán.
Daban casi las doce, Pizcopaz avanzaba ahora sigilosamente en medio de la oscuridad, cada músculo de su cara reflejaba la decisión que lo dirigía, cada pisada era calculada para acolchonar el sonido lo más posible, el follaje era espeso pero a la luz de la tuna podía distinguir algunas sombras alrededor del estanque. Por fin no quedó más lugar donde esconderse, debía de salir al claro y enfrentar a esos maléficos magos... pero el ya sabía que hacer. De un salto se puso a descubierto, mientras corría con increíble agilidad hasta ponerse entre los magos y el estanque. Estos eran seis hombres de edad avanzada, de mediana estatura, todos vestidos con túnicas negras y sombreros de piel negra. Al ver salir a este pequeño hombre del medio de la espesura detuvieron sus cánticos lúgubres y lo miraron entre asombrados y sarcásticos.
¿Cómo un ser elemental y vulgar osaba Interrumpir una ceremonia sagrada? Es más, debería de estar loco de remate, ya que la gente común huía de solo escuchar sus nombres. Lo miraron de pie a cabeza, como no creyendo lo que veían. Si este hombre se parecía a... era igual a... no podía ser...
- ¿Paztrinof? ¿Eres tú?- Dijo el que parecía el ser más viejo y de mayor jerarquía del grupo.
-No, soy Pizcopaz, su hijo, mi padre murió hace un tiempo ¿se acuerdan de mi?
-Si- Dijo Urán, interrumpiendo a su mayor, pero también de seguro debes recordar que tu padre tiene una vieja deuda con nosotros, una vez nos hizo hacer algo en contra de nuestra voluntad. Así que debes de estar loco de presentarte con nosotros Pizcopaz.
-Urán, escúchame primero, por que quiero pedirte un favor y te devuelvo la honra que mi padre te quitó ante tus iguales.: "Nisi Dominus Operitus nobiscum in vanum laborant qui operantur... fiant aures tuae intendentes in vocem Deprecationis mea" "Quien trabaje lo hará en vano si el Señor no opera en él... inclina tus oídos a mi voz suplicante".-
- Hey muchacho hablas nuestro idioma sagrado... muy bien... debes de ser entonces hijo de Paztrinof, ningún vulgar podría hablar tan bien la lengua de los dioses, se ve que tu padre, que fue un mago muy poderoso, algo te enseñó, dinos, ¿qué es lo que quieres?- Dijo Urancán, el mago mayor.
Pizcopaz les contó su problema detalladamente. Los Uransuanque se morían de la risa de lo que Pizcopaz había hecho del pobre gnomo Maczinof. Ellos no querían a esos pequeños seres que se empecinaban en esconderles sus pociones para hacer hechizos y que constantemente les cambiaban la apariencia de los senderos del bosque. Ahora este vulgar y raro gnomo de otra tribu antigua les pedía que lo llevaran al pueblo de Trancastren antes del amanecer no sin antes arreglar sus ropas. Bueno, eso era pan comido para ellos. Por lo pronto
Pizcopaz había suplicado y por ende su pedido fue recibido con honor. Los seis personajes se alejaron a un lado del estanque y empezaron a deliberar. Si, estaban de acuerdo, pero exigían que Pizcopaz les diera una muestra de su poder, por que si no, podrían usarlo a él mismo como sacrificio aquella misma noche.
Pizcopaz asintió a hacer una demostración y, mirándolos con seguridad y levantando una mano dijo: " Deprecor Domine Deus Meus Omnipotens in conspectu Tuo Operatic mea et comittentier mini et operatione mea sactissimi..." "En Tu Vista Señor Dios Omnipotente, ruego por mi Tarea, para que todos los Nombres Sagrados se hagan cargo de mi y de mi Trabajo..."
-¡Alto, alto! grito Urán- Esta bien, lo haremos, no los pronuncies, está bien, tienes el poder de los Nombres Sagrados. Te llevaremos inmediatamente.
Los seis Uransuanque encerraron en un circulo a Pizcopaz y comenzaron a pronunciar ciertas palabras mágicas, la temperatura empezó a bajar, todo se puso neblinoso hasta que el punto que Pizcopaz dejo de ver las caras de los magos y solo escuchaba sus voces. De pronto, dejó de escucharlos y todo se empezó a aclarar a su alrededor, cuando la niebla se hubo disipado, ante su gran sorpresa, se dio cuenta que estaba solo y en medio de la plaza principal del pueblito de Trancastren con su saco de regalos en una mano y sus zapatos y la olla a sus pies. Los tonos rojizos del amanecer se dibujaban en las cumbres de las montañas cercanas.
Ese día hubo grandes festividades en Trancastren, vinieron invitados de todas las comarcas de la región, menos el viejo Turnamoi que de puros celos se puso a contar de nuevo su fortuna para olvidar. Pizcopaz vistió las mejores galas que le habían ofrecido los magos de Urán y, Marnamur con su hermoso rubí, era la novia más pequeña y más bella que jamás se halla conocido en esos parajes.

VAE.

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